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Esta semana The Guardian publica un artículo sobre school shaming. Se llama así a la práctica consistente en utilizar las redes sociales y los medios para criticar lo que hace una escuela, generalmente incluyendo opiniones no contrastadas, perfiles anónimos e incluso personalizaciones en alumnado, familias o profesorado al que escarnecer cuando no insultar abiertamente. Es una práctica tan extendida que tiene su propio hashtag en Twitter y se ha convertido en todo un fenómeno en determinadas zonas y en distintos países.

Evidentemente las opiniones sobre el fenómeno varían dependiendo del perfil al que se pertenezca, tanto profesional como político, y de cómo le «vaya a cada uno en la feria».

Mientras algunas corrientes, generalmente de perfiles anónimos en la red, afirman que dado que los docentes y gestores escolares trabajan en un entorno público, están sujetos a todo tipo de críticas (insultantes o no, justificadas o no) y por lo tanto tienen que asumir como parte de su trabajo todo lo que se pueda verter en redes sociales, en todos los contextos, y consideran que sus quejas al respecto son síntomas de debilidad o de corporativismo profesional, otros perfiles plantean que es dentro de los propios centros y en los cauces establecidos para ello donde se deberían discutir y alcanzar acuerdos sobre determinados temas.

En el artículo que hemos mencionado al principio, de alguna manera la fuente que ha terminado de darle visibilidad pública más allá de las redes a este fenómeno, se plantean las opiniones de directores, profesores, padres o gestores de agrupaciones escolares.

Lo que se refleja en el artículo, al igual que en las redes sociales si nos molestamos en leer acerca del tema lo que se publica en ellas, son distintos puntos de vista de una realidad que, en la mayoría de los casos, se convierte en un problema que lejos de solucionarse se encona cada vez más.

Los docentes y equipos directivos plantean que muchas veces los comentarios en redes proceden del descontento de gente que ha planteado sus problemas por los cauces normales para solucionarlos y busca conseguir fuera de ellos lo que en ellos no ha conseguido, por no ser procedente, no estar bien planteado o afectar a terceros (otros alumnos sobre los que no tienen jurisdicción u otras familias a las que no tienen acceso o con las que tiene problemas personales). No aceptar distintos puntos de vista o no conseguir exclusivamente lo que cada uno quiere cuando uno lo quiere no puede ser excusa o razón para atacar indiscriminadamente a profesores, centros escolares, equipos directivos o incluso otros alumnos y sus familias en entornos digitales o redes sociales, y menos aún buscando logros espúreos o venganzas personales. No digamos ya aquellas campañas que obedecen a intereses políticos o de grupos de poder (incluso desde dentro de los propios centros educativos) que buscan acceder al control de los mencionados centros escolares y en esa «guerra» no dudan en instrumentalizar a los miembros de la comunidad educativa, sus intereses legítimos y sus miedos personales, utilizando el escaparate que proporcionan las redes sociales y el eco desinformado que siempre suelen aportar en estos contextos.

Hay quien plantea que antes de asentarse en un punto de vista respecto a este tema hay que recordar que los centros escolares no son entidades, sino colectivos formados por niños profesores y familias. Con esto en mente algunas personas plantean que criticar indiscriminadamente los centros escolares, desde el desconocimiento de la globalidad de los mismos y solo con la razón que ofrece un punto de vista individual y descontento, no favorece más que los abusos y los conflictos. Se plantea así la idoneidad de los medios públicos, tecnológicos o las redes sociales para tratar, comentar y debatir problemas relativos a políticas educativas, planteamientos globales de metodologías o de tratamientos didácticos; mientras que los califican de completamente inadecuados para hablar de centros específicos y, por supuesto, mucho más inadecuados para aludir dentro de esos centros específicos a familias, alumnado o profesorado personalmente. Consideran en este entorno que esas prácticas son abusivas y cuando menos humillantes, por lo que generan problemas mayores que no ofrecen soluciones fáciles y si provocan daños que tardan mucho tiempo en resolverse.

También existe el punto de vista intermedio en el que se plantea que se está utilizando el hashtag the school shaming y todo lo que conlleva para pretender eliminar prácticas perfectamente legítimas. Así, consideran igual de inadecuadas las prácticas de acoso y difamación contra familias, alumnado y profesorado particulares como la pretensión de que toda crítica a los funcionamientos escolares o a las políticas educativas en redes sociales son indeseables.

Se plantea asimismo la importancia de la participación de la comunidad y de todos sus miembros en las prácticas, políticas y actividades escolares, así como en los planteamientos metodológicos o las organizaciones educativas. Son redes de seguridad permiten evolucionar a los sistemas educativos y que nos han traído desde las escuelas diferenciadas por sexos y los castigos físicos, hasta las metodologías activas y las nuevas tecnologías en las aulas que estamos utilizando ahora.

Quizás sea simplemente cuestión de recordar, todos cada uno desde su punto de vista, la importancia del respeto a los demás, del derecho a la intimidad y el honor de cada uno, del cuidado y la protección de todos los menores y de la importancia de informarse mínimamente sobre algo antes de emitir un juicio sobre ello (no digamos ya sobre atacarlo, difamarlo y acosarlo aprovechando el anonimato y la impunidad que las redes sociales y los medios abiertos ofrecen). En fin, lo mismo de siempre, buena voluntad y sentido común ¿no?

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