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Cuando se habla de la violencia en los centros escolares casi siempre se está hablando del maltrato entre el alumnado. En algunas ocasiones, bastantes menos, se habla del maltrato del alumnado hacia el profesorado. Incluso, de una manera casi invisible, del acoso laboral que se puede dar dentro de los centros hacia los profesionales por parte de los gestores de los centros o de otros profesionales. Pero rara vez se habla de la violencia que las familias, los padres, ejercen sobre el profesorado, y sobre sus consecuencias. De vez en cuando, menos de lo que se da en realidad, aparece en un titular y genera una pequeña ola de estupor y silencio. Y es un fenómeno global que, no por serlo, es menos pernicioso.

Las familias, los padres como entes genéricos, no solamente son parte integrante de la Comunidad Educativa de nuestros centros docentes, sino que son una parte vital del proceso educativo de nuestro alumnado, y deben serlo. Ello les da derecho a participar activamente en el proceso, a colaborar estrechamente con los profesionales que lo llevan a cabo, a pedir todo tipo de información y acceder a ella, o a reclamar una transparencia en los centros que ya es, de por sí, cada vez mayor. Su participación en la vida del centro es imprescindible para un funcionamiento óptimo.

Pero si la diferencia entre esa colaboración sana y necesaria entre las familias y los centros educativos y la hiper-protección y sobre-cuidado de los «padres helicóptero» (de los que ya hemos hablado en este blog) es muy pequeña, la que separa la crítica del acoso parece hacerse cada vez más y más pequeña.

Se ha hablado de los famosos grupos de whatsapp de los padres. Pero no se hace ninguna incidencia sobre el acoso sistemático al que algunos de estos grupos (o sus paralelos de Facebook) someten a determinados docentes, amparándose en la libertad de expresión o en que no son grupos públicos; comienzan por comentar alegremente pequeñas incidencias sacadas de contexto, y pasan en muchas ocasiones a ridiculizar, amenazar, difamar y acusar falsamente al docente «elegido» de cualquier cosa (sirve el sexo, el color, el peso, la forma de andar, en fin, todo), sin ningún tipo de consecuencia; son conscientes de la impunidad que les da el anonimato, el grupo, la libertad de expresión, la red…

Pero, ¿somos conscientes de las consecuencias que conlleva este comportamiento? Solo con reflexionar un poco, se nos ocurren unas cuantas:

  • Enseñamos a nuestros hijos que en la red vale todo, y la impunidad que conlleva; luego hacemos charlas contra el ciberbullying, el sexting, etc., que consecuentemente no sirven para nada.
  • Desacreditamos al profesor en concreto, y al profesorado en general, enseñando a nuestros hijos que se les puede atacar cada vez que «molesten», sin ningún problema, desacreditando con ello también su labor profesional.
  • Demostramos a nuestros hijos como hacer bullying contra alguien, tanto los padres que participamos activamente en los grupos como quienes miramos y comentamos al margen. Ambas conductas, según les decimos luego a nuestros niños, son inadecuadas y constituyen acoso, pero nuestro comportamiento no cambia por ello, ni nuestra enseñanza con ella tampoco.
  • Generamos ansiedades, inseguridades y miedos innecesarios entre los demás padres y alumnado del centro, fabricando «monstruos» inexistentes que se perpetúan anónimamente sin ningún control.
  • Alteramos el comportamiento del docente atacado, y a continuación el de toda la comunidad educativa, que de una manera u otra se encuentra en esta situación: como participante activo, como participante pasivo, o como víctima. Con ello alteramos el normal funcionamiento del centro educativo en términos generales.
  • Disminuimos considerablemente la motivación del profesorado. Se dan casos de burn-out o de bajas por depresión en profesorado inmerso en estos procesos. Y todo ello afecta enormemente al centro educativo, al comportamiento de sus integrantes, y al funcionamiento del proceso de enseñanza-aprendizaje, en sus diversas vertientes.
  • Normalizamos la violencia como marco relacional, y la agresión o el acoso como forma de reacción, entre las familias y los docentes, generando un clima que se extiende más allá de las relaciones entre adultos, no solo fomentando, sino también amparando, las conductas disruptivas o violentas del alumnado en los centros.

Estas son solamente algunas de las consecuencias que, a primera vista, se nos ocurren. Hay estudios completos al respecto; algunos, desoladores.

Y con este ambiente le damos charlas al alumnado sobre el acoso escolar, estrategias de mediación, herramientas digitales de protección, listas de consejos… Leemos sobre las consecuencias de esta violencia, tanto en los agredidos como en los agresores, psicológica, social y emocionalmente. Pero la violencia en las aulas es cada vez más un fenómeno generalizado que afecta a un número inasumible de nuestro sistema escolar.

¿No sería mucho más productivo y efectivo comenzar por recobrar el respeto básico (que no debió perderse nunca) entre los adultos de la Comunidad Escolar y eliminar ese clima de violencia de «baja intensidad»? Cuando no hay ninguna de esas dos cosas, ¿son iguales el comportamiento de nuestros hijos y el funcionamiento de nuestros centros?

Para leer más sobre el tema:

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