Después de las reflexiones y toma de contacto iniciales de ayer en el post del blog, vamos a plantear la toma de contacto con la realidad de la puesta en marcha del aprendizaje personalizado.
Si pensamos en la enseñanza personalizada como la optimización del proceso de enseñanza-aprendizaje para cada estudiante, hemos de plantearnos tres cosas: cambiar el punto de vista metodológico, las rutas de aprendizaje y la participación del alumnado en el proceso.
Uno de los problemas recurrentes ha sido la programación: supone una cantidad enorme de trabajo para los docentes, y generalmente se diseña para el grupo medio; a menos que la carga sobre ellos disminuya, es casi impensable que se personalice la enseñanza sistemáticamente.
Gran parte de la accesibilidad a este tipo de metodología de trabajo está en la disponibilidad de ecosistemas de recursos en los que el profesorado pueda encontrar y personalizar fácil y rápidamente lo que necesita, y que esos recursos se puedan conectar entre sí utilizando asignaciones y evaluaciones en tiempo real.
Lo ideal es que al asignar una tarea no solamente se conozcan las habilidades, concimientos y competencias que el estudiante va a necesitar o desarrollar, sino también los recursos de los que se puede disponer para desarrollarlos, evaluarlos o volver a asignarlos.
También es importante poder centralizar la información del desarrollo de la actividad y su evaluación, independientemente del origen del recurso. Esto permitiría generar información real de la evolución, en términos de progresión de aprendizaje en todas sus dimensiones, de manera individualizada y en tiempo real, lo que facilitaría enormemente la personalización real del aprendizaje.
Y por último, es importante plantearse qué consideramos un éxito. El objetivo de la personalización de la enseñanza no es, en términos generales, mejorar los resultados académicos del alumnado (aunque, de alguna forma, sea una consecuencia lógica), sino permitir que cada uno logre el máximo posible de su propio proceso de aprendizaje, según sus capacidades y necesidades en cada momento. Con eso en mente, la medida del éxito del proceso no es tanto la mejora cualitiva de la media de los resultados académicos obtenidos por el alumnado, cuanto la diferencia que se aprecie en índices tales como la disminución del fracaso o el abandono escolar, la mejora en términos holísticos del proceso de enseñanza-aprendizaje de los mejores alumnos, o la facilidad del desarrollo del proceso de enseñanza en términos inclusivos en alumnado con algún tipo de dificultad (sea ésta puntual o no).
Suponiendo que el índice de éxito total fuera alcanzar todo eso (que es inalcanzable) todos estamos de acuerdo en que el esfuerzo merece la pena. Pero volvamos a la realidad: ese éxito total no es factible.
Vamos a plantear, entonces, el éxito parcial: conseguir aunque solo sea una mejora en aunque solo sea uno de esos índices (sin empeorar, por supuesto, nuestro punto de partida medio generalista de toda la vida). Es evidente que también merece la pena.
¿A qué esperamos entonces?